A los héroes anónimos y no tan anónimos del 19 de septiembre de 2017
Crecí con el temor de morir enterrada, en la obscuridad, asfixiándome.
Segura estoy que mi claustrofobia surge de aquel miedo a los temblores, ese que
nació un 19 de septiembre de 1985. Crecí con las anécdotas de las personas que
vivieron el temblor del 85; con el relato de Carlos Monsiváis; con las
vivencias en el albergue de mi tocaya Iraís y su familia, después de haber
perdido su casa y cómo disfrutaron comer ese pollo rostizado cuando salieron de
ahí. Con los periplos y obstáculos que tuvo que sortear mi papá para llegar a
casa ese día y de sus baños prolongados en casa pues decía que olía a muerte
después de estar como voluntario sacando escombros.
Hoy nos toca a nosotros. A mis amigos y familia que dejé en México.
Aquellos que perdieron su casa, su Condesa-Roma querida como Susana. A mis
amigos que duermen con tenis y la ropa puesta por si hay que salir corriendo
(así como nosotros lo hicimos muchas noches). A mi familia que no saben las
condiciones del departamento y la pregunta permanente ¿Y si se cae? Y a mi, en la distancia.
Mi familia y amigos que se organizan, que hacen donaciones de libros como
Elia y nos mantienen informados como Marisol, Perla y Karen; o que realizan largos recorridos en su bici
para establecer bitácoras de las condiciones de los edificios dañados en la Ciudad
de México como Érica; o aquellos que organizan un centro de acopio improvisado
con sus vecinos para ayudar, o que van a recoger escombros, no sé, tantas cosas
que se están haciendo. Y yo en la distancia, con ganas de hacer más y
ensuciarme las manos de polvo, de alojar a Susana o a Ernesto con su hijo en mi
casa, de ayudar como lo hizo mi papá en el 85, pero ahora me toca hacerlo en la
distancia.
Lo más duro está por venir. Cuando los medios dejen de hablar del
temblor, cuando los voluntarios regresen a su vida “normal”, cuando las
voluntades, el cansancio y el tiempo vayan mermando las ganas de ayudar o
simplemente los recursos se acaben, ese será el momento decisivo para el futuro
de cientos de familia que perdieron sus hogares, que viven en albergues y que
tengan que incorporarse a la normalidad.
Cuando los víveres lleguen a cuenta-gotas y el olvido de los
damnificados sea el alimento de la desidia, el egoísmo y la inmediatez. Ahí es cuando no debemos olvidar de lo
vulnerables que podemos ser todos y que ayudar debe convertirse en una
costumbre. Así lo haré en la distancia.