domingo, octubre 24, 2010

Y se hizo de noche querido Alí Chumacero

Trabajé en el Fondo de Cultura Económica durante cuatro años.
Alí Chumacero era una especie de historia viviente, en la que se trenzaban mitos y leyendas. La más conocida es quizá sobre la corrección de Pedro Páramo...otras eran frases chispeantes que con su eterna sonrisa dejaba escapar: "Mientras haya lengua, habrá hombre". Ignoro si lo decía por la fuerza que genera la palabra oral como creación y recreación del interludio de la inteligencia del ser humano, o por las vicisitudes que juega la edad en los terrenos amorosos, tal vez ambas. O simplemente la travesura que seguido le hacía el cajero automático al momento de retirar dinero: un biiiiip, le anunciaba que debía sacar su tarjeta.

Independientemente de todo, Alí Chumacero generaba un gran respeto y admiración. Trabajador incansable, siempre amable y muy querido.
Descance en paz, Alí Chumacero.

viernes, octubre 01, 2010

Un llamado a la humildad desde El Eclipse de Monterroso

En este mundo de competencia permanente, el saber se vuelve un tesoro que hay que evidenciar. La humildad se vuelca en un cajón del más obscuro cuarto, cuando rodeados en un ambiente intelectual, se intenta mostrar o demostrar que tenemos algunos elementos que aportar a la conversación.

No siempre debe ser así. A veces callar es lo más inteligente y escuchar contribuye más a nuestra pequeña mentecita soberbia, ávida de saber, que desatar la lengua sin ninguna conexión neuronal, pero sobre todo argumentativa.

Esto se vuelve más penible, cuando presas del prejuicio, no respetamos a nuestro interlocutor pensando que la ignorancia es presa de él y haciendo alarde de nuestra "sabiduría", sólo se evidencia la prepotencia y el oscurantismo al escuchar que nuestro interlocutor tiene más argumentos, más elementos y sobre todo menos desaveniencia que nosotros.

Total, el relato corto de Monterroso, El Eclipse, es una buena muestra de esto.

El Eclipse,
Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.